jueves, 30 de octubre de 2008

4.-PINTURA ROMÁNTICA FRANCESA

EL ROMANTICISMO DEL COLOR: GÉRICAULT Y DELACROIX

Théodore GÉRICAULT (1791-1824) fue una figura típicamente romántica —apasionado, melancólico, rebelde y valiente hasta la temeridad—, que apenas vivió treinta y tres años.
Alcanzó una polémica fama con un cuadro monumental, La balsa de la Medusa (1818), que representaba la terrible peripecia sufrida por unos náufragos frente a las costas de África, los cuales tuvieron que permanecer en medio del océano durante muchos días hasta ser finalmente rescatados. Con esta obra maestra, Géricault culminaba una labor de años empeñada en la representación de temas épicos, de naturaleza trágica, como sus retratos monumentales de jinetes que cabalgan hacia el combate, o el de los heridos que se retiran. Al interesarse por un tema de actualidad, en vez de refugiarse en asuntos legendarios del pasado, Géricault se estaba comportando como un artista moderno, en el sentido que tomó este término durante el siglo XIX: el de modernizar los temas, otorgando a la actualidad el rango artístico que hasta entonces sólo se concedía al pasado mítico.

En 1820, Géricault, que ya había realizado el correspondiente viaje de estudios a Italia en 1816, transportó a Inglaterra su gran cuadro de La Medusa para exhibirlo en una muestra itinerante. Durante este viaje Géricault pudo conocer en directo la novedosa pintura británica y, en especial, se sintió atraído por la obra del paisajista Constable.

Como retratista, Géricault realizó una serie de retratos de alienados, de gran profundidad psicológica. Hasta el final de su carrera, Géricault simultaneó temas de género con asuntos épico-trágicos, dotándolos de una energía que ya no es espiritual, sino que se alimenta del ímpetu salvaje de los instintos. De hecho, fue un excelente pintor animalista, que capta esa fuerza bruta, esa energía animal que los hombres civilizados de nuestra época, encerrados ya en las ciudades y de espaldas a la naturaleza, comenzaban a añorar.

Eugéne DELACROIX (1798-1863) fue otro personaje exaltadamente romántico en espíritu, temperamento, aficiones y modo de vivir. Siete años más joven que Géricault, del que fue amigo y ferviente admirador, Delacroix fue un pintor de radical orientación romántica por su estilo y temas.

Pictóricamente, Delacroix bebió en fuentes artísticas parecidas a las de Géricault, pero, a diferencia de éste, ya no hizo el consabido viaje a Italia. En cambio, muy en la nueva ruta de iniciación romántica, Delacroix viajó, en 1825, a Inglaterra y, en 1832, al norte de África —Argelia y Marruecos—, con una corta visita al sur español, donde escribió esa famosa declaración de que allí, entre los exóticos moros, se hallaban los verdaderos griegos de David, ejemplo del definitivo cambio de gusto.

Se dio a conocer en el Salón de 1822, con La barca de Dante, una escena tomada de la Divina Comedia en la que representa a Dante y a Virgilio atravesando las aguas del Infierno, infestadas de cuerpos convulsos, el primero de una larga serie de cuadros sobre temas de tempestades y naufragios.

Como otros jóvenes contemporáneos, se entusiasmó con la Guerra de Independencia de los griegos, creando de resultas ese monumental cuadro elegíaco de las Matanzas de Quíos (1824). Con la Muerte de Sardanápalo (1827-8), inspirada en un relato de Byron, donde un sátrapa oriental, viéndose perdido ante sus enemigos, ordena a su guardia personal exterminar ante su indolente mirada todos sus bienes, incluidos sus caballos y las mujeres del harén, Delacroix alcanza su cenit en este tipo de historias épicas, de fuerte acento exótico.

Asiste a la Revolución de 1830, una revolución y una fecha cruciales para el triunfo del romanticismo literario y artístico en Francia, y dedica a esta revuelta una alegoría monumental: La libertad guiando al pueblo, donde una mujer, con el pecho desnudo y gorro frigio, conduce, entre barricadas urbanas, a los ciudadanos insurgentes de todas las edades y clases sociales.

En 1834, como evocación de su visita al norte de Africa, pinta Las mujeres de Argel, un cuadro destinado a hacer época y muy imitado por las generaciones posteriores, pues en él se compendian el misterio de un interior cerrado y penumbroso, algo claustrofóbico, con una fuerte sensualidad, marcada por un uso original y brillante de los colores que Delacroix, adelantándose a los impresionistas, emplea ya con contrastes complementarios. Notable retratista, Delacroix fue también un excelente pintor de grandes decoraciones en edificios públicos como La lucha de Jacob con el ángel (1861), en la Iglesia de San Sulpicio de París.